La descarbonización del planeta pasa por un apoyo más decidido al mundo en vías de desarrollo

Carlos Torres Vila - BBVA
Carlos Torres Vila, presidente de BBVA.

(*) Por Carlos Torres Vila

Necesitamos descarbonizar la actividad humana y necesitamos hacerlo rápido. ¿Lo lograremos? No, salvo que redoblemos el apoyo financiero internacional al mundo en vías de desarrollo. Aprovechemos la COP26 para avanzar decididamente en esta dirección.

Cada día que pasa son más los países e instituciones públicas y privadas que se adhieren a la ‘Carrera hacia las emisiones cero’ (‘Race To Zero Campaign’) promovida por Naciones Unidas con ocasión de la COP26 de Glasgow la próxima semana.

Cumplir con el compromiso de ser neutros en emisiones de carbono antes de 2050 no va a ser tarea fácil para nadie. Conseguir que nuestra sociedad funcione sin emisiones implica enormes cambios en prácticamente todas nuestras actividades. Exige modificar nuestros hábitos y comportamientos. Exige desplegar tecnologías sin emisiones en todos los sectores contaminantes, desde el eléctrico hasta el del transporte marítimo, la aviación y el resto de formas de transporte; desde el metalúrgico al del cemento y la industria del plástico hasta la agricultura y la ganadería. En muchos casos primero tendremos que desarrollar tecnologías libres de emisiones que no existen en la actualidad.

Esta transformación a gran escala va a requerir inyecciones de capital colosales, en un volumen nunca visto antes en ninguna economía. Se estima que para alcanzar estos objetivos habrá que invertir más de 150 billones de dólares entre 2020 y 2050[2], alrededor de un 5% del PIB mundial.

En términos puramente económicos gran parte de esta inversión se justifica por sí sola. Muchas tecnologías limpias existentes hoy tienen menores costes operativos que su alternativa sucia, compensando así con creces la inversión inicial. Este es el caso de las inversiones en generación de energía renovable, vehículos eléctricos, eficiencia energética o en determinados aspectos de las actividades agrícolas (por ejemplo, el uso de fertilizantes).

En otros casos, sobre todo en sectores industriales, hará falta incentivar el desarrollo y adopción de tecnologías limpias que hoy por hoy no son competitivas. Un mercado mundial eficiente de derechos de emisiones de carbono sería el mejor incentivo, ya que establecería un precio por el impacto negativo que supone emitir CO2. Las tecnologías limpias evitarían dicho coste adicional, lo cual las haría relativamente más competitivas.

Las economías emergentes deben sumarse decididamente a la carrera hacia la descarbonización, por dos motivos. Primero, como indica Naciones Unidas, estos países van a padecer mucho más las consecuencias negativas del cambio climático que el mundo desarrollado. En segundo lugar, estas regiones cuentan con un potencial enorme para el desarrollo de proyectos en energías renovables, así como para el despliegue de soluciones naturales para compensar las emisiones de CO2. Esto representa una inmensa oportunidad de crecimiento y desarrollo.

Sin embargo, pocos países emergentes lo han hecho. La mayoría de los países de África, Asia o América Latina no han asumido todavía un objetivo de neutralidad en carbono, ni han limitado ni establecido un precio para las emisiones de CO2. ¿A qué se debe? Falta de convicción y de recursos.

Como presidente de un banco con una fuerte presencia en mercados emergentes, puedo dar fe de que la percepción sobre la necesidad de la descarbonización es muy distinta en esos países. La sensación de urgencia se ve superada por otros problemas más inmediatos y acuciantes, como la desigualdad, la salud o la falta de infraestructuras, especialmente después de la pandemia.

La reducción de emisiones se percibe como algo con un coste difícilmente asumible, y que además se traducirá en un menor crecimiento y un desarrollo más lento. De hecho, el volumen de inversión asociado a la transición supera con creces el billónde euros anual hasta 2030, siete veces el nivel actual. Estos países no disponen de los recursos necesarios, ni tienen la capacidad de atraer capital externo. Sin el apoyo del mundo desarrollado, no van a poder responder al desafío ni aprovechar la oportunidad que podría suponer.

No podrán tampoco unirse a esta carrera, lo que tendrá consecuencias nefastas. Sin ellos, excederemos nuestro objetivo colectivo de emisiones de carbono; sin ellos no podremos implantar de manera efectiva un mercado global de emisiones de CO2; sin ellos no aprovecharemos su potencial para desarrollar proyectos verdes. En resumen, colectivamente fracasaremos en nuestro empeño de descarbonizar el planeta, que es único y el mismo para todos.

El respaldo económico del mundo desarrollado a los países en vías de desarrollo debe ser más decidido, tanto por el planeta como para reducir la brecha de desigualdad. Esta idea no es nueva. En 2009, durante la COP15 celebrada en Copenhague, los países desarrollados acordaron movilizar, antes de 2020, 100.000 millones de dólares al año en acciones de mitigación y adaptación en los países en desarrollo. Reiteraron su compromiso en París en 2015. En junio pasado, una vez más, el G7 se comprometió a movilizar 100.000 millones de dólares al año hasta 2025.

Doce años más tarde, nuestro nivel de ambición debería haber aumentado de manera muy significativa, ya que está claro que 100.000 millones de dólares (alrededor del 0,2% del PIB de los países desarrollados) está muy por debajo de la cantidad necesaria para cumplir los objetivos de mitigación y adaptación. Lejos de ello, ni siquiera hemos cumplido ese compromiso inicial. Según los últimos datos disponibles de la OCDE, el programa de financiación climática de las economías desarrolladas solo alcanzó los 79.600 millones de dólares en 2019. A pesar de los recientes anuncios del presidente Biden (para cuadruplicar la contribución de EE.UU.) y de la presidenta Von der Leyen (incrementando el apoyo de la UE en 4.000 millones de euros) nos vamos a seguir quedando cortos.

Necesitamos ser más ambiciosos. También necesitamos contar urgentemente con un marco más sólido para asegurar que los países cumplen sus compromisos, incluidas cantidades anuales específicas por país; claridad sobre cómo se van a financiar esos compromisos, especificando el papel del capital privado y de las instituciones públicas; claridad sobre cómo se repartirán los fondos entre los países; y todo esto basado en un mecanismo de gobernanza sólido para aumentar la transparencia, la previsibilidad y la confianza en los flujos futuros de financiación climática. Quizás, algunas instituciones multilaterales existentes, como el Fondo Monetario Internacional y los bancos multilaterales de desarrollo, puedan ayudar de alguna manera, dado que han “testado y probado” vías para recaudar fondos y canalizar financiación internacional, incluida la movilización de fondos privados.

El tiempo se agota. La COP26 en Glasgow representa una gran oportunidad para dar un paso al frente y sentar las bases para pasar de las palabras a la acción en el apoyo a los países emergentes en su camino hacia la descarbonización. Por el bien de nuestro planeta, hagámoslo realidad esta vez.

(*) Es Presidente del BBVA.

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